miércoles, 28 de abril de 2010

Personalmente, Tríbulo.




Es algo indefectible, casi una cuestión matemática. El año 1942 quedará grabado en la memoria mundial por la salvaje guerra que tuvo en vilo al mundo entero. Sin embargo, al ahondar un poco más en la cuestión, se descubre que en el mismo año también ocurrieron hechos dignos de destacar, como la presentación de la histórica película Casablanca, con la estelar actuación de Humphrey Bogart y el nacimiento de grandes personalidades como Paul McCartney y Jimi Hendrix. Y de Juan Antonio Tríbulo, claro. ¿Se trata acaso de una exagerada comparación? No, es apenas una referencia de tiempo, anecdótica si se quiere.

Seis décadas y un par de monedas después, el hombre aceleró en plena recta final. La calle Congreso se había convertido en una pista de asfalto en donde el reconocido actor desplegaba su envidiable ritmo a la hora de la caminata. La línea de llegada era la puerta del gimnasio donde semanalmente y de manera cuasi religiosa, Juan mantiene esa vitalidad que lo caracteriza. “Es un vicio, pero de los buenos” reconoce al llegar y saludar con un buen apretón de manos. De buenas a primeras, aparenta menos años de los que jura tener.

Camisa a cuadros y sonrisa bonachona: una combinación que aseguraría un perfecto anonimato de no ser por dos cuestiones; por un lado no deja de ser el exitoso actor de teatro que fue aplaudido por miles de manos que conocen distintas tonadas; por el otro, guarda una similitud física deslumbrante con el genio de antaño, Albert Einstein, con el cual se relaciona mucho más que por una mera cuestión de caras parecidas. Pero eso es materia que se verá unas líneas mas abajo, paso a paso con el correr de la nota.

Si uno le quitara la voz a Tríbulo, probablemente con sólo verlo se entendería lo fundamental del mensaje. Es que sus manos, sobre todo la derecha, se mueven en todas direcciones con gestos ampulosos que sirven para que el interlocutor pueda graficar lo dicho. Sus ojos, que en algunos momentos se tornan lagrimosos y en otros sonrientes, según sea el recuerdo que le venga a la mente, bailan por toda su superficie, clavándose en algún punto cualquiera al momento de pensar y en los ojos del interrogador al escuchar y contestar.

Todo comenzó en un pequeño pueblo de Entre Ríos, Rosario Del Tala, donde a la prematura edad de 12 años comprendió que su vocación era la de ser actor, con lo cual se convirtió en un experto a la hora de gesticular. En la mitad de la charla, confiesa que si hoy tuviera la posibilidad de volver a presentar cualquiera de las obras en las cuales actuó, esa seria sin dudas El Maestro Ciruela, una de las primeras de su repertorio y que lo hace evocar con cariño a ese pueblo que lo vio nacer.

Sin embargo no todo era color de rosa, ya que la sociedad “pacata y cerrada” de un pueblo del interior no veía con buenos ojos la vocación de actor. “Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”, dijo alguna vez Einstein y quedó para la posteridad. Juan lo vivió en carne propia cuando sus padres le aconsejaron que, en vez de estudiar actuación, se convirtiera en un profesional, no importa de qué, pero profesional al fin. Con el tiempo comprendieron que Juan no sólo amaba esta profesión, sino que además tenía un talento innato. La lucha fue dura, pero al final logró vencer. “En mi adolescencia mis padres no querían que actúe, por lo que yo hice una especie de huelga de hambre. Con eso que convencí a mi madre para que me diera su permiso”, recuerda Juan entre carcajadas. A pesar de todo, una duda queda pendiente en el aire: ¿Este hombre con cara de “abuelito bueno” era un rebelde? “De alguna manera sí” reconoce Tríbulo, recobrando la compostura y limpiando una lágrima producto de la risa.

No es la única incertidumbre que quedó pendiente en el aire. Juan reconoce que su amor por el teatro nació de la sana costumbre de pegar la oreja a las antiguas emisiones de radioteatro, una costumbre que fue cayendo en desuso hasta su extinción. Con todo, analiza que si su infancia tuviera lugar en el presente, su pasión seguiría intacta pese a no tener el radioteatro, ya que en Tucumán hay un buen movimiento teatral. Sin embargo, se entraría en un terreno hipotético al tratar de descifrar que hubiese sido de ese movimiento si el principal culpable e impulsor de él estuviera viviendo su infancia en este momento…

Resulta pecaminoso no detallar la gran cantidad de excelentes obras que el actor tiene a sus espaldas. Pero es que la charla no gira en torno de lo estrictamente periodístico, sino mas bien parece una charla de sobremesa, amena, como la que se ve diariamente en estos bares, y que nuclea a dos amigos que se remiten a tiempos pasados. La conclusión: Juan nunca sabrá lo que es ponerse el cassette. Piensa un par de segundos antes de contestar cada pregunta y derriba las barreras generacionales que existen entre él y sus interlocutores.

La brecha es grande, pero al haber transcurrido un poco menos de una hora de charla, el hombre fue saludado por al menos 20 personas, de las cuales la mayoría no conoce todavía lo que es pisar las 3 décadas.

Su temperamento se acrecienta y sus gestos se vuelven aun más ampulosos al hablar de lo que el denomina su “caballito de batalla”. Es su obra más reciente, “Personalmente, Einstein”, lo que lo liga aun más al brillante pensador, ya que sobre las tablas emplea un monólogo que permite ver al hombre detrás de la personalidad, con sus temores, dudas y sinsabores. Si se quiere buscar más aspectos que lo relacionen con Einstein se puede mencionar que los dos detestan las matemáticas y que, a su edad, la memoria les juega una mala pasada de vez en cuando, al tratar de evocar nombres, caras, momentos o lugares.

La sensación es que la charla podría haber durado varias horas más, pero Juan no podía dejar de lado sus periódicos ejercicios. Como buen esposo, levantó el celular y explicó a su esposa anticipadamente el motivo de su tardanza, lo cual podría haber dado lugar a numerosas bromas. Sin embargo, sólo quedaba tiempo para que este reconocido actor regalara una sonrisa y un abrazo, y con su paso firme marchara hacia el fondo del local a seguir con su obligatoria rutina de ejercicios.

domingo, 28 de marzo de 2010

Hasta la victoria siempre

Las dos manchas anaranjadas se movían acompasadas al bandoneón. Anaranjadas o rojas, ¿Quién podría precisarlo a esta altura del domingo? Los coloridos foquitos no ayudaban para nada. Mal que mal, las zapatillas eran vistosas.

Parecía un acto de rebeldía. Una solitaria gota de aceite naufragando para siempre en ese vaso de agua dulce, dispuesta a irritar hasta el paroxismo a los puristas de “dos por cuatro”. Su blanquecino ombligo asomaba curioso detrás del nudo en el que terminaba la remera, un pedazo de tela que rezaba arrugada “hasta la victoria siempre” con aires rockeros. Pensé que no solo el rock se inmiscuía en ese ambiente tan “aporteñado”, sino que además lo hacía con tintes revolucionarios. Wow. Unos centímetros más abajo, un jean cortado a la altura de la rodilla con prolija desprolijidad daba la impresión de que aquel desflecado parecía haber sido hecho con los dientes. El cinto, plagado de tachas, brillaba exageradamente, casi caprichoso, casi con luz propia.

Sin embargo la tapa del libro contrastaba enormemente con sus movimientos, algo ligeros pero siempre dentro del compas, y estéticamente hipnóticos. Parecía etérea, como si se deslizara un par de centímetros por sobre las baldosas bien acompañada del brazo firme que su ¿ocasional? Acompañante apoyaba con cuidado pero firme sobre su espalda, como si tomara en sus brazos una muñequita de porcelana. Ella no lo miraba. Su vista rodeaba el piso cual princesa tímida en los primeros pasos de un vals. Su nariz coqueteaba en un inocente roce que se prodigaba con el pecho de su hombre.

No tendría más de 18 años a cuestas pero había sabido ganarse un espacio entre los “viejitos” que sonreían cómplices ante las melodías que los llevaban en un fugaz viaje al recuerdo.” Tangueros de la primera hora” me aventuré a presumir. Ellos miraban curiosos a su costado las dos manchas naranjas que derramaban displicentes toda la sensualidad y dulzura del mundo, grata combinación. Toda la dulzura de su mundo. Las demás personas, imágenes u aromas no existían. Solo ella, el, y el vinilo reproductor del bandoneón.

Su difuminado contorno se fue alejando. El brillo en sus ojos suplicaba que no termine nunca esa melodía. Que no termine nunca. Que no… que no…