domingo, 28 de marzo de 2010

Hasta la victoria siempre

Las dos manchas anaranjadas se movían acompasadas al bandoneón. Anaranjadas o rojas, ¿Quién podría precisarlo a esta altura del domingo? Los coloridos foquitos no ayudaban para nada. Mal que mal, las zapatillas eran vistosas.

Parecía un acto de rebeldía. Una solitaria gota de aceite naufragando para siempre en ese vaso de agua dulce, dispuesta a irritar hasta el paroxismo a los puristas de “dos por cuatro”. Su blanquecino ombligo asomaba curioso detrás del nudo en el que terminaba la remera, un pedazo de tela que rezaba arrugada “hasta la victoria siempre” con aires rockeros. Pensé que no solo el rock se inmiscuía en ese ambiente tan “aporteñado”, sino que además lo hacía con tintes revolucionarios. Wow. Unos centímetros más abajo, un jean cortado a la altura de la rodilla con prolija desprolijidad daba la impresión de que aquel desflecado parecía haber sido hecho con los dientes. El cinto, plagado de tachas, brillaba exageradamente, casi caprichoso, casi con luz propia.

Sin embargo la tapa del libro contrastaba enormemente con sus movimientos, algo ligeros pero siempre dentro del compas, y estéticamente hipnóticos. Parecía etérea, como si se deslizara un par de centímetros por sobre las baldosas bien acompañada del brazo firme que su ¿ocasional? Acompañante apoyaba con cuidado pero firme sobre su espalda, como si tomara en sus brazos una muñequita de porcelana. Ella no lo miraba. Su vista rodeaba el piso cual princesa tímida en los primeros pasos de un vals. Su nariz coqueteaba en un inocente roce que se prodigaba con el pecho de su hombre.

No tendría más de 18 años a cuestas pero había sabido ganarse un espacio entre los “viejitos” que sonreían cómplices ante las melodías que los llevaban en un fugaz viaje al recuerdo.” Tangueros de la primera hora” me aventuré a presumir. Ellos miraban curiosos a su costado las dos manchas naranjas que derramaban displicentes toda la sensualidad y dulzura del mundo, grata combinación. Toda la dulzura de su mundo. Las demás personas, imágenes u aromas no existían. Solo ella, el, y el vinilo reproductor del bandoneón.

Su difuminado contorno se fue alejando. El brillo en sus ojos suplicaba que no termine nunca esa melodía. Que no termine nunca. Que no… que no…


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